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  TERTULIA DE ARTE - FRANCISCO DE GOYA. POR ABEL YEBRA

Categoría: Historia
Fecha: 29/01/2024

                                                            Goya es uno de los escasos pintores que marcan hito en la historia. En España podríamos cerrar el círculo con Velázquez, Goya, Picasso y pocos más. Recorre en su dilatada vida -82 años- una etapa, relativamente breve, de aprendizaje, otra de progresiva exaltación y gloria, y otra de decepción y amargura.
    Aprende deprisa y a grandes sorbos los fundamentos de la pintura, primero con Luzán, en Zaragoza, luego con el propio Bayeu, su cuñado, que le aventaja en doce años y es su mentor, pues le ayuda a situarse en Madrid y le abre las puertas de la Real Fábrica de Tapices. Observa la pintura de los maestros de su tiempo: Vicente López -el preferido-, Rafael Mengs –el también pintor de cámara-, y la de todos los maestros del clasicismo que encuentra en su viaje a Roma (1770) o en sus visitas por Andalucía. Pero no le satisfacen los dictámenes del clasicismo. Él es un revolucionario por sangre, por estilo y por maño. Desarrolla un modo personal y propio de pintar. Por este camino nuevo alcanza fama y gloria. Por sus pinceles pasa lo más florido de la sociedad de su tiempo; hasta el propio Napoleón, que le otorga la medalla de la “Orden de España”, la que los chistosos de Madrid llamaban “la berenjena”. Distinción que nunca llegó a ostentar.
    Sus 54 años del siglo XVIII le llevaron a lo más que podía aspirar un pintor: ser pintor de cámara. Llega al culmen de su carrera artística. Goya se emborracha de pintar y de hacer retratos, con su estilo propio y distinto, lejos del clasicismo imperante. Él es un hombre libre, innovador y creativo.  Llega a aburrirse de hacer cartones de asuntos populares para tapices.
    Su espíritu liberal le lleva a admirar los aires que vienen de París, hijos de la revolución francesa. Aires que –supongo- le gusta compartir con los liberales en el café madrileño de “La Fontana de Oro”. Simpatiza con los avances que vienen introduciendo los principios liberales. Es un liberal por convicción. Y con este espíritu pinta. Y se atreve a pintar la “maja desnuda”, sin importarle que la Inquisición (lo que queda de ella) quiera buscarle las cosquillas.
                   

Pero entra el siglo XIX, lleno de nubarrones. La codicia de Napoleón empieza a obscurecer el horizonte. Vienen los desastres de la guerra, que Goya constata y testimonia con pasión y con ira contenida. Comienza a visitarle la enfermedad y la sordera, que le aporta ya la primera invitación al apartamiento. Con la invasión napoleónica se une a la rebelión del pueblo. Se suma al levantamiento contra el ejército invasor. Denuncia con sus pinceles los fusilamientos que los gabachos, sin nombre y sin cara, cobardemente ejecutan. Ve, todavía, un rayo de esperanza en el inicio del trienio liberal, que parece anunciar el fin del viejo régimen. Pero todo es ilusorio.     Desilusionado con todo lo que ve, y acosado por una sordera más profunda que le dejan sus graves enfermedades, compra, en 1920, su casa en las afueras de Madrid. Tiene 74 años. Harto de un mundo que se le hace cada vez más hostil, se retira a su quinta. Los vecinos la identifican como “La quinta del sordo”. Allí pinta lo que le da la gana, lo que le sale de sus entrañas, dejando en total libertad la potencia de su mente, de sus pinceles y de sus manos. Ya no necesita exhibirse, ni vender su mercancía. Ni siquiera necesita lienzos. Utiliza la intimidad de las paredes de su casa. Aquello es un asunto personal. Allí plasma lo que hemos dado en llamar sus “pinturas negras”.     Quiere representar el mundo amenazador del mal que se ha apoderado de España y que danza entre seres grotescos y extraños, carnavalescos y locos. Una visión pesimista de cuanto le rodea y de sí mismo. Es un vómito de violencia y magia negra que se festeja entre cabrones y brujas voladoras. Es el aquelarre de España. Es el “no aguanto más” de Goya, que siente vergüenza y “la tristeza del destino”.     Vuelve Fernando VII –el que usaba paletó- con la garrota en alto, persiguiendo a los liberales. “A ver, ¿dónde están los que aceptaron distinciones de los franceses?” Goya, obviamente, tiene miedo. Con toda probabilidad irían a por él. De momento, se refugia en casa de un cura amigo. Dona su quinta a su nieto Mariano y, en 1824, se autoexilia en Francia con su compañera Leocadia Zorrilla. Se instala en Burdeos, donde pinta la maravilla del cuadro “la lechera de Burdeos”. Después de dejar esta lección a los impresionistas, muere en 1828.                                                                            

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